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sábado, 20 de junio de 2015


Texto para la presentación de
"Ana, la niña austral" novela de Esteban Prado
19 de Junio 2015. En Bon Vivant

Hay un cuento tradicional italiano “El hombre que sólo salía de noche” reunido en un enorme libro con el cual Ítalo Calvino planeó convertirse en la versión italiana de los hermanos Grimm. El cuento habla de una mujer que se casa con un hombre que sólo aparecía de noche y del que todos desconfiaban, por obvias razones. En la noche de bodas, él le confiesa su secreto: está maldito, de día es una tortuga y de noche un hombre, y el hechizo solo puede romperlo si ella le es fiel mientras él da la vuelta al mundo. El relato se centra en las vicisitudes de la mujer que espera y debe cumplir su parte, pero a mí me quedó en la mente la otra historia: la de la tortuga que recorre el mundo para ser hombre de noche o viceversa.

Cuando me invitaron a esta charla me dijeron que leyera un texto propio para hacer informal la presentación, no me gustó la idea, me quejé pero cómo el tipo que protesta después que lo expulsaron y le cobraron penal en contra, me dejaron hablar y hablar y siguieron en la misma postura. Claro que me quedaba la última palabra, y es esta. Pero no quiero ser irrespetuoso. No voy a hablar de la novela porque eso fue lo pactado. La leí en tiempo récord, porque ese es el tiempo al que te arrastra y cómo me pasó con el cuento popular italiano, esta vez elegí dos personajes transitorios para seguir sus pasos y hablar de la novela a mí modo:

Primera extensión de la novela: El jefe, Javier.

Llevo meses así. Disgregado. Doble, triple, infinito. La realidad está alterada por dónde se la mire. Las cosas más simples no son ciertas. Despierto, hace meses, o años, con alguien en la cama y no sé si apenas dormimos sin tocarnos o cogimos como nunca antes en mi vida. Tampoco me animo a preguntárselo a mis amantes de ocasión. Mejor que se vistan, mejor que se vayan sin hablar dando las cosas por supuestas. Y así con todo. Hace un mes Luis se amputó un dedo operando maquinaria. Faltó dos semanas al trabajo y finalmente, a pesar de la ART y el juicio, le dejé regresar a su puesto. Me impresionó mucho volver a verlo, sobre todo porque veo su mano completa, y no sé si alguna vez dejaré de ver el dedo que le falta. Su mano tiene cinco dedos para mí y eso voy a declarar en el juicio, aunque me crean loco. Ya saben que soy puto, la locura los sorprenderá. Con el asunto de la niña austral fue distinto. Lo creí de inmediato. Acepté la divergencia entre lo real y lo fantástico. No dudé, ni me lo permito. Busqué en Google. Encontré miles de entradas, demasiada información y nada que yo pueda retener. No entiendo al mundo en el que vivo, ya no lo conozco, menos podría entender otro mundo y otras reglas: Dios, Adán, Eva, la teoría creacionista, el big bang, las partículas elementales, la teoría de las cuerdas, el universo en la espalda de una tortuga, la materia negra. No tengo dudas de que venimos del caos: ya desde el primer renglón es imposible ponernos de acuerdo. La niña austral es otra historia en el caos de la historia. Un producto, una consecuencia. La verdad o la leyenda de gusto agridulce. Y no lo puedo entender. No puedo distinguir entre una mujer cualquiera y una niña austral, así como no puedo distinguir si fui a un concierto o creo que fui porque vi el videoclip en la televisión. Soy un imbécil que grita “yo no soy nadie” cuando cree serlo todo. No quiero aparentar ser una cosa, ni quiero ser esa cosa. Por suerte no soy una niña austral. Ni siquiera comparto la dicha del sexo. No puedo ni quiero pensar. Tengo miedo de ser cruel para ser amable. De criar a un perro con tiranía para que salga bueno, o de criarlo con libertad para que no sea malo. Hago click en un vídeo de youtube porque una masa de anónimos hace lo mismo. El título dice “La niña austral” pero no es lo que yo quiero ver. Yo quiero ver que no soy una mentira. Que solo estoy disgregado y perdí la capacidad de distinguir si el mundo es real. Para sentirme humano empecé a usar perfume y tengo una horrible alergia que me pone roja la piel del cuello y me hace arder los dedos de las manos. ¿La niña austral podrá usar perfume para su amante? No soy educado, si entro a un lugar no saludo, si sube un viejo al colectivo cierro los ojos y me hago el dormido. Las mujeres que trabajan conmigo se quejan todos los días que soy una insufrible. Los hombres que duermen conmigo dicen que soy poco cariñoso, que ronco, que tiro de las cobijas y me olvido si ellos tienen frío o no. No hablo mucho y cuando lo hago digo cosas fuera de lugar. Nadie parece entender mi sentido del humor. Algunos dicen que es un humor difícil de entender, yo digo que son unos idiotas. Si me piden en la calle sólo doy cuando tengo miedo. Si me gusta un hombre, prefiero perderlo antes que decírselo. Si como en la cama, me gusta que queden migas entre las sábanas. Me gusta despertarme a la mitad de la noche y sentir que las pequeñas cáscaras filosas de pan se clavan en mi piel, como caricias de la niña austral. Me gustaría saber un poco más de la niña austral, entender si a él lo calentaba el lado fantástico o sólo era amor, si lo excitaba cogerse una leyenda o se sentía un muñeco, el títere de una historia escrita y repetida desde el principio de los siglos. Si lo vuelvo a ver, se lo pregunto. Si lo vuelvo a ver le digo que la niña austral me daba miedo. Sus ojos, su pelo, todo lo que nunca vi de ella me asustaba. Ni siquiera la vi en sueños porque no distingo el sueño de la realidad. Si lo vuelvo a ver le hablo del miedo que sentía por ella y también le digo a él que, a pesar de qué sé que es insoportablemente heterosexual, me gustaba un poco. Un poco bastante.



La hermana de Córdoba

El recuerdo de la última vez que vino mi hermano a casa es difuso. Se mezcla con nuestra infancia. Ahora soy vieja, soy una rama que no aguanta el peso y vuelve al suelo, y todos esos recuerdos no tienen el mismo sentido. Las canciones que bailábamos con mi hermano ya no se escuchan en la radio y caigo en sentimentalismos que antes odiaba. También hago enumeraciones desmemoriadas y pienso que todas las mujeres y todas las piedras son igual de intuitivas. Hoy el día dura lo que duran las noticias repetidas de la televisión. A veces son semanas, a veces una hora. El sol y la luna son recuerdos que viven afuera de esta habitación.

La última vez que nos vimos, nos acordamos de cómo la abuela se enojaba porque yo me comía las uñas. No sé porqué hablamos de ella. Sí sé que ahora, que soy la más vieja de la familia, no tengo dientes para masticar las uñas que sobresalen de mis dedos.

Esa última vez, mi hermano me prohibió las lágrimas, las despedidas, la nostalgia. Dijo que lo aprendió de Ana. También me prohibió que repitiera los juegos de nuestra infancia; es un detalle hermoso que te prohíban cosas que no recordás. Para una mente vieja, fragmentada y caprichosa, cada recuerdo es un tesoro. Cada memoria que regresa, un regalo de la vida. Por ejemplo: tengo ganas de pisar esos bichos pequeños y duros que son las cucarachas engordadas por la humedad y la basura que  se acumula afuera, en el patio al que ya no salgo. Las cucarachas entran por los agujeros que se hacen en el marco de la puerta, en la ventana, en las grietas de la pared y el techo. Son como los recuerdos, se abren camino donde no hay lugar para volver. Las cucarachas hablan, murmuran. Duermen en mis chinelas, en mis vasos de agua, en el baño sin puerta que miro desde la cama. Y yo las odio. Quiero –deseo– pisarlas. Sentirme Dios. Porque el día que muera, pequeña y encorvada, con la piel reseca de mi cáscara, ese día quiero sentir que alguien pone su pie descalzo sobre mí –como quiero hacer ahora con estas cucarachas– y su pie descalzo sobre mí, aplasta mi cuerpo sin sentir asco ni amor ni nada, sólo la necesidad de cumplir con su trabajo odioso e imprescindible.


Ese día bajará la marea, la playa se llenará de juguetes. Habrá camiones de plástico color rojo con pececitos amarillos y negros atrapados en la cabina del conductor. Habrá muñecos semienterrados que no escapen de la arena. Habrá pelotas. Tanques de guerra. Osos de peluche. Mesas para té. Rompecabezas incompletos entre caracoles rotos. Y alguien dirá que la vieja que murió conoció a una niña austral. Y cuando suba la marea, el día de mi muerte, la ciudad quedará bajo el agua. Las vecinas subirán a sus hijos en los botes amarillos y esperarán. Los hombres cargarán los televisores sobre sus cabezas. Los enfermos nadarán en sus camas de hospital y, mientras algunos huyen al horizonte, otros visitarán a sus parientes sanos. Los presos tomarán sol en los techos que sobrepasen el nivel del agua, los fieles buscarán a un viejo llamado Noé. Todo eso sucederá, pero nadie malinterpretará los signos. No pensarán que fui una niña austral. Sabrán que mi hermano conoció a una. Seré una simple vieja que muere, como las cucarachas. Aunque si mi viviera mi esposo él podría refutarlos: hubo un tiempo que fue hombre y fue tortuga y yo hice de todo para liberarlo de la maldición. Esa es la magia que le dejo al mundo, además de dos hijos y todos mis nietos.